De tanto en tanto aparecen en el mercado libros dedicados a artistas célebres, que pueden suscitar en el lector veterano una sombra de duda, incluso de desazón, que podría formularse en la frase, dicha para uno mismo que para los demás: ¡Otro libro sobre X!.Por esta razón alguien podría pensar, al ver la cubierta del de Olga Martín: ¡Otro libro sobre Goya! Pero en este caso hay que apresurarse a advertir a quien de ese modo exprese un temor que no se trata de otro libro en el sentido de otro libro más, y tal vez por añadidura superfluo, sino de –como dirían los franceses- un libro otro; un libro diferente que, por tanto, no es uno más, no es superfluo.
Por otra parte, nada es más lógico que esa atención reiterada hacia los grandes nombres, hacia los artistas universalmente conocidos. Puede haber en ello una lógica de mercado: Goya, Picasso o Pollok venden, mientras que el artista aún no reconocido es una incógnita. Pero también hay otra lógica más noble, que es, a todas luces, la que preside la elección de Olga Martín y de su editor: Goya es un clásico y, como decía mi maestro Don Pedro Laín Entralgo, un clásico es aquél que no nos deja dormir.
¿Qué significa esto?
Significa –así nos lo hacían entender Don Pedro a sus discípulos- que no ha dejado de hablarnos, de interperlarnos, y además de manera acuciante, pues aquello acerca de lo que nos obliga a preguntarnos nos concierne y concierne a nuestro tiempo en medida igual que al que a él le tocó vivir. ¿No es cierto, en el caso de Goya, que cuando contemplamos sus pinturas, en especial algunas de ellas, no experimentamos un interés y una emoción tal sólo históricos?¿Sale alguien hoy, en pleno siglo veintiuno, indemne de la confrontación con sus pinturas negras? Mi mero pasatiempo, ni sola fruición estética es lo que experimenta aún hoy –y me atrevería a asegurar que en el futuro- el espectador de esa inquietante creación que, por poner un ejemplo estremecedor, parece revivir en las pinturas de nuestro contemporáneo Zoran Music.
Si he mencionado a mi maestro no sólo en relación a su frase acerca de los clásicos. Conocí a Olga en el curso doctorado que desde hace muchos años imparto sobre literatura, medicina y psicoanálisis, y su inteligencia, sensibilidad y apasionamiento me decidieron a proponer su nombre cuando Don Pedro, ya en el declive de su existencia física, que no intelectual, me pidió que buscara un secretario entre mis doctorandos. Debo reconocer, agradecido, que éste fue uno de mis mayores aciertos, por desgracia infrecuentes, y que la presencia de Olga al lado de Don Pedro, que llegó a quererla mucho, fue sin duda, en lo que a mi concierne, la mejor manera de devolverle lo mucho que me dio con su magisterio profesional y personal. Por otra parte, el recuerdo del amigo y maestro común –pues Olga fue de las últimas personas en beneficiarse de ese magisterio exquisito- viene además al caso por cuanto el libro de Olga Martín sobre el pintor de Fuentedetodos tiene una orientación particular, en la que la psicología, y más en concreto la psicología médica, lleva la batuta.
Como algunos han podido intuir a partir de lo anterior soy historiador de la medicina, como lo fue Laín. Una ya larga y no siempre venerable tradición –aunque, eso sí, a menudo inmerecidamente exitosa- en el ámbito de la historia de la medicina es la que se ocupa del estudio de las grandes figuras de la historia desde el punto de vista de la patología, real o supuesta, que padecieron. El del diagnóstico retrospectivo es un campo especialmente problemático, que se presta a la especulación desatada y sin fundamento. En el momento en que escribo estas líneas no hace ni un mes que tuve que sufrir la presencia en los informativos emitidos por televisión de la noticia acerca de los descubrimientos presentados por un médico italiano a un congreso internacional; descubrimientos consistentes en la atribución de un edema palpebral que hacía temer lo peor para la salud de Mona Lisa o de una hiperuricemia en el Miguel Ángel supuestamente autorretratado en La escuela de los filósofos de Atenas, diagnóstico realizado a partir de la contemplación de sus rodillas –pintadas, claro está, y cubiertas por unas calzas-.
Nada de esta frivolidad socialmente aclamada está presente en el, a la vez, riguroso y sensible estudio de Olga Martín. En él sólo hay voluntad de conocer, de comprender y a lo sumo de proponer, sin sostenerlo de manera dogmática, lo que pudo sufrir el artista, y ello no con la intención de explicar su creación, que queda a salvo más allá de toda simplificación del tipo: el Greco pintaba las figuras alargadas porque padecía astigmatismo. El uso de la mejor bibliografía por la autora es garantía suficiente, como lo es el estilo literario por ella empleado, y también –y no en último lugar- su amplia experiencia e el estudio de la patología psíquica y en el intento de auxiliar técnicamente a quienes la padecen. Por todo ello creo que quienes emprendan la grata lectura de este libro estarán, como lo estuvo en su día mí maestro, en las mejores manos.
Luis Montiel Llorente
Catedrático de Historia de la Medicina.
Universidad Complutense de Madrid.
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